THE LORDS OF SALEM (2012) (REVIEW)
THE LORDS OF SALEM (2012) (REVIEW)
Érase
una vez, el cine de horror satánico. Quizás ese debiera haber sido ser el
título de la nueva obra del muy irregular pero siempre sorprendente Rob Zombie.
En su filmografía abunda la suciedad y un enfoque salvaje y seco hacia la
violencia que generalmente ha colisionado con su siempre, casi subconsciente,
subterráneo enfoque estilístico puramente visual. En este conflicto
habitualmente ganaba el pulso la parte más realista y visceral que,
especialmente en su último triunvirato de películas, llamaban a las fases más
vintage del slasher de los setenta o primeros ochenta. Si bien los delirios más
plásticos del cantante ya se dejaban entrever en algunas secuencias de su
Halloween II (2009) , era en su debut donde realmente se postulaba como
un esteta del horror, uno a tener en cuenta, aunque sin ningún poderío
narrativo visto en momento alguno de su carrera.
En
su última película , renuncia absolutamente al argumento, hilando con hebras de
cristal una trama delgada e inconsistente para abrazar con una increíble
seguridad en si mismo, la locura del delirio surrealista, el capricho onírico
bien entendido y la forma sobre el contenido a la manera de grandes
incomprendidos como Lucio Fulci, Ken Rusell, Rollin ,Franco... aquellos enfants terribles de aquel cine oscuro,
donde la representación ultima de lo macabro generaba una inquietud simiente, a
partir de las imágenes y no a través de la narración más clásica. Zombie no es
ninguno de aquellos, desde luego, pero no puede ser más respetuoso con su
manera de entender el cine, quizá no del gusto del espectador mayoritario, pero
sin duda un factor demasiado olvidado en el panorama de secuelas, remakes,
deconstrucciones y enumeraciones que sufre el cine de género de nuevo siglo.
The
Lords of Salem es ante todo una vista atrás al cine de brujería y satánico
inglés e italiano de la gran era de oro del fantástico europeo. No era difícil encontrarse con
decenas y decenas de películas en las que se detallaba
la venganza sobrenatural de una bruja quemada en tiempos de inquisición, que
regresa para vengarse de los descendientes de sus verdugos. Apenas tímidos
destellos de resurrección en los últimos tiempos como Silent Hill (2006) que, como ésta, debía
mucho de su estética y argumento a la obra maestra pre-hammer Horror Hotel (1960).
Aunque viendo el videoclip de la canción de Rob Zombie que inspiró el título
pareciera que la película tomaría la ruta de otra corriente, los procesos
y torturas a brujas, con Witchfinder General (1968) a la cabeza, el enfoque es
totalmente fantástico, y los flashbacks a la antigua Salem son algo así
como si el Bava de La máscara del Demonio(1960) hubiera dirigido un
remake de Haxan (1922) para La Tigon.
Con
ese punto de partida, el inefable Zombie se dedica a completar un guión de no
más de tres páginas, no muy distinto a la TV movie The Devonsville Terror
(1983), con toda la imaginería que le apetece, sin rendir cuentas ante nadie.
Ahí están los típicos y farragosos tratamientos de personajes, casi siempre
lastrados por su obsesión exhibicionista y algunas filias que sólo le interesan
a él, resultando fríos ,extraños e incluso innecesarios. Pero afortunadamente ni siquiera él mismo se preocupa en que éstos
tengan peso en la trama ya que lo que cuenta es el viaje, la experiencia. Sería
inútil encontrar referentes directos en su trama argumental porque no es más
que un reciclaje arquetípico de la “trilogía de los apartamentos” de Polanski, aunque
probablemente el director haya recuperado más del clásico oculto que es la
Centinela (The Sentinel, 1977) que ya explotaba las implicaciones satánicas de
sus precedentes. Para los que no compren
tan fácilmente las intenciones de Zombie, puede decirse que efectivamente, su
empresa no es para todos los gustos, que
está claro que no estamos ante un Kubrick o un Jorodowsky, aunque el surco de
su presencia es más un motivo de agradecer hoy por hoy. Con todo, Lords of
Salem debería considerarse sencillamente, como una locura deliciosa y diferente,
un exabrupto satánico que recoge la
esencia última del celuloide satánico, un Art House horror para los Multiplex a
la manera que Tarantino pudiera recuperar la esencia de Kenneth Anger a través
de, por ejemplo, Viaje Alucinante al fondo de la mente (Altered States, 1980).
















Los primeros planos, con su color crudo y fotografía quemada, crean la impresión de estar ante una posible versión en clave serie B (aunque con un presupuesto cuatro veces mayor) de La carretera (The Road, 2009), con un inicio que muestra el mismo tipo de paisajes desolados y habitantes solitarios, peligrosos y sin escrúpulos. Pronto, el escenario cambia los vastos derrubios desolados por una pequeña población que intenta reiniciar una civilización con reglas y el nuevo orden del villano de turno, un Gary Oldman en modo “cara de conde rumano”, que recuerda demasiado a situaciones vistas en post-apocalipsis de siempre como Mad Max III (Mad Max Beyond the Thunderdome, 1986) o de la última década como Doomsday (Doomsday, 2008) o La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005) (1).Terminado el primer acto de la película, la discreta acción se ve relegada a escenas aisladas que intentan mantener el interés en un tedioso rifirrafe pseudo-filosófico de risible guión.
Sin desmerecer los trabajos de los actores principales, en especial el siempre correcto Washington, la película roza los límites de la idiotez en sus incongruencias de argumento (que el guionista nos diga qué marca de Ipod usa el protagonista treinta años después del holocausto), y es tan pobre e impostada en su estética que incluso una explotation italiana de los ochenta resulta más genuina y, evidentemente, mucho más divertida. No es menos plomiza e innecesaria la exploración sobre la religión que ofrecen los hermanos Hughes. Todo ello lastrado por una duración excesiva, con diversos anticlímax que se adivinan a la legua a pesar de su tramposo desarrollo.
Lo más interesante se resume en el misterio que rodea al personaje de Eli, cuya única misión es portar una Biblia hacia el oeste del país. El punto de partida es idéntico al del cómic Sólo un peregrino (Just a Pilgrim, 2001-2002), de Garth Ennis, con un personaje errante y solitario que porta una Biblia mientras camina por una tierra quemada por el sol. No hace falta esperar hasta el final para reconocer la inspiración en el popular personaje japonés Zatoichi, que también sirvió de base para crear al héroe de Furia ciega (Blind Fury, 1989). Ni siquiera los tímidos coqueteos con el western logran alejar el producto de la medianía y el ocasional aburrimiento, salvo quizás esa tronchante comunidad de beatnicks que El libro de Eli se guarda bajo la manga, sazonando todo con una solemnidad envidiable en su desvergonzada desfachatez.

Es en la multi-referencia cinematográfica donde Martin Scorsese se ha permitido dar rienda suelta a su cinefilia. La historia es jugosa, y el director se divierte creando atmósferas góticas a lo Charlotte Bronte, se recrea en la tormenta de incógnitas y suspense de Alfred Hitchcock, y convierte a Leonardo Dicaprio en un Jack Nicholson interpretando Alguien voló sobre el nido del doctor Caligari. Podría ser esperable que la película fuera un trabajo menor en la filmografía del neoyorquino, ya que su coqueteo con el fantástico y la serie B pudiera ser tomado como una diversión culpable. Pero Scorsese demuestra su conocimiento de la verdadera serie B, la de maestros como Val Lewton, y convierte aquella máxima en la tuerca principal de la odisea sin salida en la que acaba convirtiéndose el largometraje.
Los fotogramas navegan entre tonos azulados y húmedos y los más cálidos en los momentos con fuego o determinados recuerdos. La fotografía y diseño de producción contribuyen a la sensación de claustrofobia que acaricia la quimera de Teddy Daniels. Todos los elementos contribuyen a crear un estado de volatilidad constante, donde el plano psicológico permeabiliza lo real y la banda sonora, muy reseñable, nos acompaña en el tortuoso camino hacia los laberintos de la locura.
Shutter Island es un trhiller vibrante que juega al despiste. Bajo su impecable formato, va incorporando a la trama pequeños anexos que crean cierta perplejidad, se acumulan demasiados elementos y los giros y flashbacks no acaban de llevar a ninguna parte. Una lectura simplista de la resolución final de la compleja trama puede crear la ilusión de que los logros almacenados durante el asfixiante viaje se echan por tierra en unos minutos. Pero precisamente, hasta ese momento no nos damos cuenta de que esa no era la película que pensábamos estar viendo, y es posteriormente cuando cobran sentido todos los detalles e inconsistencias. Puede resultar un desarrollo capcioso, pero la realidad es que cada pequeño gesto es una pista, y logra que la película deje huella dentro de la confusión. Es tan denso el poso que resulta imprescindible un segundo (o tercer) visionado.

Entre toda la avalancha de cine sobre o con muertos vivientes de estos años no faltan las comedias y parodias que, como Zombie Party (Shaun of the Dead, 2004) o Slither – La plaga (Slither, 2006), diluyen el horror implícito del contenido con una fórmula plagada de sarcasmo y diversión. En esta producción, la Norteamérica post-apocalíptica y sus muertos se combinan con historias de amor adolescente y perdedores simpáticos, la cinefilia y los guiños con la acción y el gore. Una mezcla no demasiado original, pero que resulta plenamente satisfactoria al convertirse un espectáculo vertiginoso con una historia sencilla que fulmina su metraje en un abrir y cerrar de ojos.
Ante la saturación de títulos sobre muertos vivientes del último lustro, Zombieland logra bordear alguno de los convencionalismos más trillados, ofreciendo una road movie que se sostiene en un guión más mimado de lo que se acostumbra a ver en este tipo de cintas. Los personajes son el acento de la historia y los muertos pasan a segundo plano en casi todo el eje central de los acontecimientos, aunque no faltan planos sangrientos, mala baba y zombis viscosos y amenazantes para satisfacer la demanda de los amantes del género.
El debut de Ruben Fleischer en la pantalla grande fortalece la figura del zombi como icono de la cultura popular del siglo XXI. La película presenta un mundo colapsado que se asocia de forma inequívoca al muerto viviente. Este escenario está reinventado en videojuegos, cómics, best-sellers y relatos que no cesan de aparecer en el mercado y han elevado al muerto viviente a la categoría pop que tuvieron, por ejemplo, las criaturas de la Universal en los años 30. La diferencia de Zombieland con otros cocktails de géneros de su especie es que presupone el conocimiento de ciertos clichés por el espectador para jugar con ellos e inventar ciertas reglas, como si de un juego de rol se tratase.
Porque en Zombieland todo lo que hace que una película gane fama de Serie B está tratado no sólo con los medios de una Serie A, sino con la agilidad de montaje y aspecto de una teen movie al uso, recursos musicales que componen pequeños videoclips (empezando con la secuencia de títulos de crédito, una pequeña maravilla) y una dirección que muestra la poca intención de Fleischer de convertirse en el nuevo realizador splattspic de moda. En el fondo, sus pasos parecen guiarle tras gamberros como John Landis o Harold Ramis, cuyos picoteos con el fantástico eran tan geniales como puntuales. 

Centrándose en el éxito de público en relación a su presupuesto, Paranormal Activity figura como el mejor ejemplo de cómo una película que renuncia a los mecanismos básicos que sostienen el Séptimo Arte (montaje, guión, fotografía...) puede convertirse en un fenómeno numérico y en una película en la que el boca-oreja genera una obligación ficticia para con el potencial espectador, que siente una curiosidad brutal por ver lo que sucede en esos misteriosos fotogramas azulados que muestran los tráileres de otra cinta que explota el aspecto documental para desarrollar una trama vista otras muchas veces.
Sin entrar a comparar con recientes éxitos del mismo calibre, se puede afrontar esta nueva muestra de terror documental como el equivalente al cine de poltergeist como [REC] (2007) lo pudiera ser al de zombies o Monstruoso (Cloverfield, 2007) al kaiju eiga. Mucho más rentable que éstas, Paranormal Activity se benefició del sistema de marketing que depuraron las anteriores, siendo casi imposible valorar el fenómeno de las rentables videoproducciones sin que se las asocie a un gran diseño publicitario. Pero, lejos de los números, los datos y la recomendación de su visionado por el vecino del tercero o la peluquera de turno, cabe preguntarse qué hay detrás del ruido y las páginas de los foros.
Más allá del cómo, en el celuloide queda el relato de una pareja que decide dejar constancia del asedio que sufre por parte de alguna entidad demoníaca, que se manifiesta de forma más o menos violenta en su propia casa. Nada nuevo ni original, salvo por su calculado desarrollo climático que satura la narración con episodios nocturnos en la habitación de los protagonistas. Una idea narrativa con aspiraciones a un “menos es más”, que en esta ocasión genera cierta sensación de tedio en su narrativa auto-especular, donde el juego de las cinco diferencias sobre un mismo plano se eterniza con minúsculos sucesos que, si bien consiguen inquietar, se apoyan en una demasiado adocenada serie de excusas entre escena y escena que pretenden apoyar la progresión y virulencia de los ataques con un trasfondo ocultista que aporta poco y abre demasiadas líneas sin final.
La mirada naturalista del día a día de una pareja como cualquier otra es creíble pero endeble, tan realista como poco excitante, pero funciona en la mayor parte del metraje, tanto como elemento de aproximación como propia excusa para el formato. No son pocos los logros de una película como Paranormal Activity. Asusta y logra crear tensión en su irregular y excesivo metraje, pero no supone ningún avance en el manejo de los engranajes del suspense ni se erigirá en abanderada del nuevo cine de terror. No entraremos a juzgar si el hype está justificado o no, es sólo otra muestra de ese celuloide crudo que recurre a la vena hiperrealista para conseguir inmutar al espectador.
En plena eclosión de la gripe A vivimos una auténtica pandemia de infectados, zombis, contagiados y otras variantes que copan las pantallas como única alternativa original a los constantes remakes de películas de género. La década que agoniza se confirmará como la era del “Horror Vírico”, y conforme proliferan las muestras de este género, el escenario donde tiene lugar sus historias se muestra más post-apocalíptico. El monstruo de esta década, como en los ochenta, vuelve a ser el muerto viviente, pero en su versión de ser enfermo, como medio de transmisión de la peste. Infectados deja de lado al zombi para crear un monstruo de la misma familia: el portador. Su característica principal es que no presenta un peligro de forma directa, sino que es el medio, la vía que permite que la muerte se propague. 
Infectados es una versión seria de Cabin Fever (2002) o The Ruins (2008), cambiando sus emplazamientos por una autopista, y La carretera (2007) es una versión seria de esta misma película, que sugiere que los hermanos Pastor leyeron la novela de McCarthy, publicada en 2006, antes de comenzar el guión. Falta de originalidad aparte, la película está bien facturada, quizás el look americano enmascara aún más esa tendencia al drama que no ayuda a definir los sustos baratos como sombras que cruzan el plano a toda velocidad. Un viejo truco incomprensible si hablamos de unos portadores sin ánimos homicidas. Pequeñas incongruencias aparte, el resultado final es una película con buenas intenciones pero que resulta perjudicada por un enfoque un tanto equivocado al tema que no sabe definirse entre el drama y la pura película de género, cuyos personajes parecen salidos de una serie juvenil y no poseen la profundidad que los autores pretenden hacer parecer.
PSYCHOLOOSERS
